Grecia es uno de los eslabones más débiles de una Europa incomparablemente más rica que el resto del planeta, pero donde, precisamente por ello, una torcedura de las expectativas de bienestar puede causar el estallido social de estos últimos días. Se trata de una protesta protagonizada, según los testigos de mayor confianza, por jóvenes de respetable procedencia, que deberían estar próximos a integrarse en el mercado de trabajo y no saben cómo hacerlo, y de los que precariamente ya lo están, y se sienten profundamente insatisfechos por ello. Los setecientoseuristas.
No figuran en sus filas los inmigrantes, a pesar de que un quinto de la fuerza de trabajo lo constituyen extranjeros recientemente llegados al país, ni sus hijos, como en la revuelta de la banlieue francesa, que reclaman sus derechos nacionales a parte entera. El fenómeno carece en Grecia -como en España- de la solera suficiente para que haya una segunda o tercera generación de proto-marginados. Es una revuelta de los que se consideran propietarios del país, a los que nadie, sin embargo, ha informado de que con la globalización -y aún más, con la crisis- ya nadie es propietario de nada, y de que los empleos se deslocalizan al mejor postor. Es, por ello, también una jacquerie de antiguo régimen, de quienes creen en su derecho a ocupar una confortable casilla en la sociedad.
A esa situación europea, sobre la que gravitan factores externos y comunes a otros países de la UE, se suman elementos específicos de Grecia, al que se ha llamado "el país de la democracia que nunca creció"; el que, tras la conflagración mundial, sufrió en 1945 una guerra civil entre derechas e izquierdas, muchos de los primeros, colaboracionistas, y de los segundos, resistentes a la ocupación alemana; que ha desarrollado una democracia tan frágil que, en 1967, la disputa por Chipre con Turquía fraguó en golpe militar; que al restablecimiento de la democracia en 1974 chapoteaba entre la corrupción y el despilfarro; que organizó unos Juegos Olímpicos en los que se enterraron 10.000 millones de euros para crear una apariencia de modernidad, pero que fueron también combustible para el megafraude; y que está hoy gobernado por el partido de la derecha, Nueva Democracia, que dirige Kostas Karamanlis, vencedor en las elecciones en 2004, tras 20 años de inepto Gobierno socialista, y ganó de nuevo en 2007, pero con sólo un escaño de mayoría, y que es largamente inoperante en la lucha contra una corrupción, que había prometido erradicar.
Pero todo ese caldo de cultivo nacional, fermenta con la crisis económica y un difuso malestar europeo; lo que en Francia llaman le malaise; en Gran Bretaña, nada, porque no les molesta; y en España, pasar de todo. Desde el ingreso de Europa del Este en la UE, tan legítimo como inevitable, hay un perceptible decaimiento del euroentusiamo, doblado por un gripage de las instituciones, convertidas, como dice el ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, en "fábrica de consensos"; tantos, que sus aspiraciones son cada día más limitadas, hasta expresarse como el menor común denominador de todas las frustraciones, y adoptar la forma de referendos que hay que repetir aquí y allá, porque todos tienen su opting out pensado para que la comunidad le haga una rebaja.
Esa Europa, que pese a todo es la mejor que tenemos y de la que no hay que desesperar, se encarna en la conmoción que hoy vive Grecia, porque es uno de los países donde están peor soldados los flejes del futuro. Los sublevados no son por ello enemigos de Europa, sino que seguramente su protesta se debe a que exigen mucha más de la que hay, pero sí escenifican un cansancio de todo el continente, aunque la causa formal del tumulto haya sido la muerte de un niño de 15 años a disparos de la fuerza pública. ¿Puede alguien asegurar que el desmán griego carece de elementos de atracción simpática en otras latitudes? Señalar es muy feo.
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