domingo, 14 de diciembre de 2008

El orden

Entendámonos antes de entrar en materia. ¿De qué orden se trata? ¿Es el orden de la armonía que nosotros anhelamos, que se establecerá en las relaciones humanas cuando nuestra especie acabe de estar dividida en dos clases y una de éstas deje de ser devorada por la otra? ¿Es acaso de la armonía que resultará de la solidaridad de los intereses cuando todos los hombres tomen una misma y única familia, cuando cada uno trabaje para el bienestar de todos y todos para el de cada uno? No, por cierto. Los que reprochan a la anarquía ser la negación del orden no hablan de la armonía del porvenir; se refieren al orden tal como se define en la organización social actual. Veamos, pues, qué orden es ése que la anarquía quiere destruir.

Lo que hoy se entiende por orden, según los partidarios de lo existente, los individualistas, es la monstruosidad de que hayan de trabajar nueva décimas partes de la humanidad para procurar lujo, felicidad y satisfacción de todas sus pasiones, hasta las más execrables, a un puñado de holgazanes. El orden es privar a la mayoría, a cuantos trabajan, de lo que se necesitan para una vida higiénica, para el desarrollo racional de las facultades intelectuales: es reducir a nueve décimas partes de la humanidad al estado de bestias de carga, que apenas viven al día, sin tener siquiera derecho a pensar en los goces que al hombre procura el estudio de la ciencia, la creación del arte...

El orden es la miseria y el hambre convertidas en estado normal de la sociedad; es el campesino irlandés muriendo de inanición, el campesino ruso muriendo de difteria, de tifus, de hambre a consecuencia de la escasez, en medio de montones de trigo que se exportan al extranjero; es el pueblo italiano obligado a abandonar la fértil campiña de su país para rodar por Europa buscando túneles que perforar y rudos trabajos que hacer, donde expone su vida diariamente y donde muere aplastado en plena juventud; es la tierra arrancada al campesino y destinada para engordar ganado que sirve para nutrir gandules; es el suelo baldío, abandonado , sin cultivo, antes que restituirlo a quien le arrancaría con el esfuerzo de sus brazos el pan sagrado de su familia.

El orden es la mujer que se vende para alimentar a sus hijos; es el niño reducido al presidio de una fábrica o a morir de hambre; es el obrero convertido en máquina. Es el fantasma del obrero sublevado a las puertas del rico, el pueblo indignado, armado cual gigantesca Némesis a las puertas de los gobernantes.


El orden es una minoría insignificante, educada en las cátedras gubernamentales, que por esta sencilla razón se impone a la mayoría y educa a sus hijos para que ocupen más tarde su mismas funciones, con objeto de mantener los mismos privilegios, por la astucia, la corrupción, la fuerza y el crimen; es la guerra continua de hombre a hombre, de oficio a oficio, de clase a clase, de nación a nación; es el cañón sin cesar en Europa un solo instante su estampido de muerte; es la devastación de los campos, el sacrificio de generaciones enteras en la guerra, la destrucción en un año de todas las riquezas acumuladas en muchos siglos de ruda labor.

El orden es la servidumbre, el embotamiento de la inteligencia; es el envilecimiento de la raza humana mantenido por el hierro, por el látigo y el fuego; es la muerte continua por el grisú, la que sepulta a miles de desventurados mineros destrozados, convertidos en piltrafas por la rapacidad de los patronos o ametrallados, acribillados a bayonetazos si intentan quejarse de su suerte negra.

El orden, en fin, es el lago de sangre en que ahogaron a la Comuna de París; es la muerte de treinta mil hombres, mujeres y niños, destrozados por las bombas y la metralla, enterrados con el blanco sudario de cal viva en las calles de París; es el destino de la juventud rusa condenada a pudrirse en las cárceles y a ser sepultada en las nieves de Siberia; y los mejores, los más enérgicamente puros, los más heroicos, a morir ahorcados por la cuerda del verdugo.

¡He aquí el orden!
Veamos ahora el desorden, lo que las gentes sensatas llaman desorden. Es la protesta del pueblo contra el innoble orden presente, la protesta para romper las cadenas, destruir los obstáculos y marchar luchando hacia un provenir mejor.

El desorden es el timbre más glorioso que la humanidad tiene en su historia.
Es el despertar del pensamiento, la víspera misma de las revoluciones; la negación de las hipótesis sancionadas por la inmovilidad de los siglos precedentes; el germen de un raudal de ideas nuevas, de invenciones maravillosas, de obras audaces; es la solución de los problemas científicos.

El desorden es la abolición de la esclavitud antigua, la insurrección de los pueblos, la supresión de la servidumbre feudal, las tentativas de la abolición de la esclavitud económica; es la rebeldía del campesinado contra el clero y los señores, incendiando los palacios para engrandecer su choza, saliendo de lóbregos tugurios para disfrutar del sol y del aire; es Francia aboliendo la monarquía y dando un golpe mortal a la tiranía en toda la Europa occidental.


El desorden es el 1848 haciendo temblar a los reyes y proclamando el derecho al trabajo; es el pueblo de París luchando por una idea nueva y que, a pesar de haber sucumbido ametrallado, lega a la humanidad la idea de la solidaridad y el apoyo mutuo, que abre el camino hacia la gran revolución que nosotros deseamos, la revolución social.


Lo que llaman desorden son esas épocas durante las cuales generaciones enteras sostienen luchas incesantes y se sacrifican, preparando a la humanidad para un mundo mejor, librándola de la tiranía y la servidumbre del pasado; son esos periodos durante los cuales el genio popular se desenvuelve y da en pocos años pasos gigantescos sin los que la humanidad no hubiera dejado de ser una bestia envilecida por la tiranía y la miseria.

El desorden es el germen de las más hermosas pasiones, de los más grandes heroísmos, es la epopeya del supremo amor a la humanidad.
La palabra anarquía, que implica la negación del orden actual e invoca el recuerdo de los más bellos momentos de la vida de los pueblos, ¿no está bien elegida para calificar a una falange de hombres que va a la conquista de un porvenir de libertad y amor para nuestra especie?

Kropotkin, "Palabras de un rebelde" (1885)

La libertad no se da, se toma

La prensa burguesa nos habla, diariamente y en todos los tonos, del valor y la importancia de las libertades políticas, de los derechos del ciudadano: sufragio universal, libertad de elección, libertad de prensa, de reunión, etcétera. “Puesto que tenéis tantas libertades -nos dice-, ¿por qué apeláis a la rebeldía? ¿La libertad que poseéis no os asegura la posibilidad de todas las reformas necesarias, sin que tengáis de recurrir al fusil?” Analicemos lo que valen esas famosas libertades políticas desde nuestro punto de vista, desde el punto de vista de las clases desposeídas, que no gobiernan a nadie y que no tienen ningún derecho y sí muchísimos deberes.

No diremos nosotros, como se ha dicho alguna vez, que los derechos políticos no tienen ningún valor. Sabemos perfectamente que desde los tiempos de servidumbre, y hasta después del siglo pasado, se han realizado ciertos progresos: el hijo del pueblo no es ya un ser privado en absoluto de todo derecho como lo fue en otros tiempos. El campesino francés no puede ser azotado en mitad de la calle como lo es el campesino ruso en nuestros días. En los establecimientos públicos, fuera del taller, el obrero, sobre todo el de las grandes ciudades, se considera el igual de no importa quién. El obrero, tanto en Francia como en cualquier otra parte de Europa meridional, ya no es un esclavo sin ningún derecho humano, tratado por la aristocracia como bestia de carga. Gracias a las revoluciones, a la sangre derramada por el pueblo, ha podido adquirir algún derecho personal, que nosotros nos complacemos en consignar.

Mas, como sabemos distinguir, hemos de establecer diferencias entre derechos y derechos. Hay derechos que tienen un valor real y hay otros, en cambio, que no lo tienen. Los que intentan confundirlos no hacen sino engañar al pueblo. Hay derechos, como por ejemplo la igualdad del rústico aldeano con el aristócrata en sus relaciones privadas, que han adquirido carta de naturaleza y son al pueblo tan caros que se sublevarían inmediatamente contra quien intentara violarlos; y hay otros, como el sufragio universal, la libertad de imprenta, etc., que no ha podido alcanzar el pueblo, y sabe perfectamente que la burguesía gubernamental se los ha reservado, casi por completo, para defender los derechos de las clases privilegiadas y mantener su poder sobre el pueblo. Estos derechos no son ni políticos siquiera, puesto que no alcanzan a la gran masa del pueblo; y se les llama así pomposamente porque nuestro lenguaje político es una jerga incomprensible, elaborado por las clases gobernantes para su uso particular y en beneficio propio al mismo tiempo.

¿Para qué sirve, en efecto, un derecho político si no es un instrumento que defienda la independencia, la dignidad y la libertad de los que no tienen fuerza suficiente para imponer el respeto de sus derechos? ¿Qué beneficio aporta un derecho a los esclavos si no sirve para emanciparlos? Ni Gambetta ni Bismarck ni Gladstone necesitaron nunca libertad de imprenta o reunión, puesto que escribían cuanto querían, se reunían con quien les daba la gana y profesaban las ideas que más les satisfacían: eran libres, como lo son actualmente sus sucesores.
Los que necesitan que se les garantice la libertad de hablar y escribir y la de asociarse son precisamente los que no son bastante fuertes para imponer su voluntad. Y así han sido siempre, hasta su origen, todos los derechos políticos.

Desde nuestro punto de vista, los derechos políticos de que hablamos ¿deben ser solamente para los que carecen de ellos?

No, por cierto. El sufragio universal puede alguna vez, hasta cierto punto, proteger a la burguesía contra las imposiciones del poder central, sin que tenga necesidad de recurrir constantemente a la fuerza para defenderse. Puede servir también para establecer el equilibrio entre dos fuerzas que se disputen el poder, sin que los rivales tengan que recurrir a las armas como se hacía en otro tiempo. En cambio no puede ayudar en nada si se trata de destruir el poder o siquiera limitar su poderío, abolir su dominación. Es, en resumen, un excelente instrumento para solucionar pacíficamente las querellas entre los gobernantes. ¿Pero qué utilidad tiene para los gobernados?

La historia misma del sufragio universal confirma con harta elocuencia nuestras razones. Mientras la burguesía creyó que el sufragio universal podía, en manos del pueblo, convertirse en arma contra los privilegiados, lo combatió furiosamente; pero el día que quedó probado, en 1848, que el sufragio no tiene nada de temible, sino al contrario, que con él se conduce muy bien a las multitudes, la burguesía lo aceptó sin rodeos. Actualmente, la misma burguesía es quien mejor lo defiende, porque comprende que no sólo es arma para arreglar las diferencias entre los que ambicionan el poder, sino también para asegurar su dominación.

La libertad de prensa está en el mismo caso. ¿Qué argumento ha sido el más concluyente a los ojos de la burguesía para declarar la libertad de prensa? Su impotencia.

M. Girardin ha hecho todo un libro sobre este tema: la impotencia de la prensa. “En otro tiempo -dice- se quemaban vivas a las hechiceras porque eran las gentes bastantes bestias para creerlas todopoderosas; hoy se incurre en la misma barbaridad con respecto a la prensa porque se la cree también poderosa. Pero eso no es cierto, y su poderío es tan ficticio como el de las brujas de la Edad Media. Nada, pues, de persecuciones a la prensa.” He aquí lo que en otro tiempo decía M. Girardin. Y cuando actualmente discuten entre sí los burgueses sobre la libertad de prensa, ¡qué argumentos no exponen a su favor! “Ved -dicen éstos- el caso de Inglaterra, Suiza, Estados Unidos; la prensa es libre, y no obstante la explotación capitalista está mejor establecida que en cualquier otro país; el imperio de la riqueza está más seguro que en cualquier otra parte. Dejad que las ideas subversivas se manifiesten: ¿no tenemos a nuestra disposición cuantos medios necesitamos para ahogar la voz de sus periódicos sin recurrir a la violencia? Además, si en un momento de efervescencia la prensa revolucionaria llegara a constituir un peligro, no nos faltarían pretextos para suprimirla de un solo golpe.”

Para la libertad de asociación, el razonamiento es el mismo. “Demos completa libertad de asociación -dice la burguesía libre que entiende bien la defensa de sus intereses-: la libertad no puede perjudicarnos. Lo único que debemos temer son las sociedades secretas, y la libertad de asociación es el modo más eficaz para que desaparezcan. Si en un momento de excitación las reuniones públicas amenazaran nuestra tranquilidad, medios nos sobran para suprimirlas, puesto que la fuerza del Gobierno está a nuestra disposición.”

“¿Y la inviolabilidad del domicilio? ¡Valiente cosa! Consignadla en nuestros códigos; pregonadla en alta voz -dicen los gobernantes más listos-. No queremos que la policía penetre en vuestro domicilio, pero instituiremos un gabinete negro para vigilar a los sospechosos; llenaremos el país de soplones, haremos una lista de los más peligrosos, los seguiremos siempre de cerca y cuando veamos que la cosa va mal, daremos rienda suelta a nuestra brutalidad, nos burlaremos de la inviolabilidad, nos llevaremos al calabozo desde su propia cama a quien nos parezca, lo removeremos todo sin respeto ninguno, y en paz. Cargaremos duramente contra todo el mundo, y si alguien grita fuerte, a la cárcel con él. Diremos que a la guerra respondemos con la guerra, y nos aplaudirán.”

“La correspondencia es también respetable. Consignemos igualmente en nuestro código su inviolabilidad. Si el jefe de una cartería de pueblo abre por curiosidad una carta, le destituimos inmediatamente y lo publicamos en los periódicos. ¡Qué monstruosidad, qué crimen! Tened cuidado de que los pequeños secretos que nos contamos entre amigos no puedan ser divulgados. Pero si husmeamos que se trata algún complot contra nuestros privilegios, entonces no respetamos nada; abrimos todas las cartas, nombramos a mil empleados para practicar la ilegalidad y si alguien se atreve a protestar, contestamos francamente como lo hizo un ministros inglés en medio de estruendosos aplausos en toda la cámara: `Sí, señores míos; con profundo disgusto y con el corazón oprimido nos hemos decidido a violar la correspondencia; pero es exclusivamente porque la patria -léase aristocracia y burguesía- está en peligro´.””

He aquí a lo que se reducen las cacareadas libertades políticas. La libertad de prensa y de asociación sólo se respeta “si el pueblo no la esgrime contra las clases privilegiadas.”

Después de todo, la cosa es bien natural. El hombre no goza de otros derechos que los que se ha conquistado en la lucha, ni puede tener más libertades que las que esté dispuesto a defender constantemente con las armas en la mano. Si no se azota ya a hombres y mujeres en medio de las calles de París, como se hace en Odessa, es porque el día que un gobierno lo intentara, el pueblo lincharía a los ejecutores.

Si los aristócratas no se abren paso a través de las multitudes en fiesta, a garrotazo limpio, por sus criados, es sencillamente porque si lo intentaran, el pueblo daría buena cuenta de ellos; si existe cierta igualdad entre obrero y patrón en la calle y los establecimientos públicos, es porque el obrero, gracias a las revoluciones precedentes, posee un sentimiento de dignidad personal que no le permite soportar la ofensa de su amo. Por eso, y no por los derechos inscritos en las leyes, disfruta el obrero actual de alguna libertad.

Es evidente que en la sociedad actual, dividida en siervos y señores, la verdadera libertad no puede existir; y no existirá nunca mientras haya explotados y explotadores, gobernantes y gobernados. Sin embargo, no se sigue de aquí que hasta el día de la revolución anarquista lo haya barrido todo, deseemos nosotros ver la prensa amordazada como en Alemania, el derecho de asociación anulado como en Rusia, la inviolabilidad personal reducida a lo que es en Turquía. Siendo como esclavos del capital, queremos poder escribir y publicar lo que nos parezca bien, y deseamos podernos reunir y organizar como nos plazca, precisamente para sacudir el yugo del capital.

Pero es ya tiempo de que comprendamos que no es a las leyes constitucionales a quienes hemos de pedir derechos. No es en una ley, en un pedazo de papel que puede romperse a la menor fantasía de un gobierno, en lo que debemos ver la salvaguardia de nuestros derechos naturales. Sólo haciéndonos bastante fuertes para imponer nuestra voluntad conseguiremos que nuestros derechos sean respetados.



Constituyamos una fuerza organizada, capaz de enseñar los dientes, como se dice vulgarmente, a cualquiera que intente restringir el derecho de palabra y de asociación; seamos fuertes y podremos estar seguros de que nadie nos discutirá el derecho de hablar, escribir y publicar lo que queremos. El día que, unidos los explotados, podamos salir en número de algunos miles a la calle a tomar directamente la defensa de nuestros derechos, nadie intentará disputarnos los ya conquistados y reivindicaremos a nuestro favor otros muchos que nos pertenecen. Entonces, y sólo entonces, habremos adquirido derechos que en vano pediríamos durante decenas de años a las Cortes y al Senado; además, la garantía de esos derechos será bastante más sólida que si estuviera escrita en papeles más o menos limpios.

Las libertades no se dan, se toman.

Kropotkin, “Los derechos políticos” en “Palabras de un rebelde” (1885)

¿Que es el anarquismo?

Anarquismo (del griego an y arché, contrario a la autoridad), nombre dado al principio o teoría de la vida y la conducta según el cual la sociedad es concebida sin gobierno -el acuerdo en una sociedad tal se obtendría, no mediante la sumisión a la ley, o la obediencia a alguna autoridad, sino mediante acuerdos libres establecidos entre grupos varios, territoriales y profesionales, libremente constituidos para la producción y el consumo, y también para la satisfacción de la infinita variedad de necesidades y aspiraciones del ser civilizado. En una sociedad constituida de este modo, las asociaciones voluntarias que ahora empiezan a cubrir todos los campos de la actividad humana, crecerían en extensión hasta sustituir al Estado y todas sus funciones. Estas representarían una red compuesta por una infinita variedad de grupos y federaciones de todo tipo y tamaño, local, regional, nacional e internacional, temporales o más o menos permanentes- y para cualquier propósito posible: producción, consumo e intercambio, comunicaciones, sanidad, educación, protección mutua, defensa del territorio, etc.; y por otro lado, para la satisfacción y acrecentamiento de las necesidades científicas, artísticas, literarias y sociales. Además, no se trataría de una sociedad inmutable. Al contrario -como se observa en la vida orgánica en libertad- el acuerdo resultaría de un contínuo ajuste y reajuste del equilibrio entre multitud de fuerzas e influencias, un ajuste mucho más fácil de obtener en la medida en que ninguna de las fuerzas gozaría de una protección especial del Estado.

Definición elaborada por Kropotkin para la Encyclopaedia Británica (1910)