miércoles, 24 de diciembre de 2008

Navidad: Nuestro cutre (y patético) 'Potlatch' mientras esta noche se seguirá violentando sexualmente a los niños de Afganistan


MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO EL PAÍS

Hace ya algunos años, por estas mismas fechas, realicé un pequeño experimento. Le pregunté a cada uno de mis familiares cuánto pensaba gastarse en regalos para mí y, una vez me lo revelaron, les confesé que yo preveía invertir, peseta más, peseta menos, la misma cantidad en los suyos. De manera, añadí, que lo mejor será que cada cual se compre lo que desee para sí mismo y lo interprete como el regalo de cada uno de los otros: de ese modo evitaremos no acertar con el nuestro, ganar tiempo (no tendremos por qué adquirirlos en la vorágine navideña) y ahorrar dinero (aprovechando las rebajas). Ni que decir tiene que la familia montó en cólera.

Como se sabe -al menos desde que Marcel Mauss codificara el término y lo cediera al léxico de las ciencias humanas-, el potlatch era una ceremonia llevada a cabo en algunas tribus de la Columbia Británica -la más citada es la de los kwakwaka'wakw- que tenía lugar con motivo de celebraciones, ritos de paso, tratados de paz, etcétera. Los potlatches, prolijamente descritos por la antropóloga Ruth Benedict, consistían básicamente en un espectacular intercambio de regalos que prestigiaban a quienes los ofrecían. En ellos se practicaba una especie de "altruismo competitivo" que redundaba en el (mayor) crédito del donante, pero también servían para humillar al destinatario, para crear (o reforzar) alianzas, redistribuir riquezas o, simplemente, pavonearse ante el resto de la tribu. Los regalos podían ser materiales (grano, mantas, máscaras) o espirituales (danzas, cantos, "cultura"). Y, a veces, aunque no siempre, la ceremonia finalizaba con la destrucción ritual de los dones. A los misioneros occidentales del XIX los potlatches -esa forma primitiva de "tirar la casa por la ventana" o si, se prefiere, de "consumo conspicuo" en el sentido que daría Veblen a la expresión-, les resultaba sospechosa por despilfarradora y pagana, y consiguieron que se prohibieran.

La larga quincena navideña es, al menos desde que los avispados comerciantes victorianos inventaran el moderno concepto de la Navidad, la ocasión de nuestro potlatch más globalizado. La orgía de consumo, en la que tampoco están ausentes los elementos primitivos -incluyendo la fanfarronería megalómana- encuentra su mejor ocasión en esa obligación (y placer, no crean que me olvido) social del regalo que, entre nosotros, se inicia, curiosamente, con un potlatch de papel: la lotería. Como si, previamente, intentáramos recabar mágicamente los fondos para financiar lo que viene después.

Pero este año el gasto colectivo se anuncia más mermado. La crisis nos obliga a ser más tacaños, y en muchos festines ceremoniales el jamón de recebo sustituirá al de bellota, por poner un ejemplo. En cuanto a los regalos, Papá Noel y los tres Magos sufrirán la dura competencia de esos advenedizos "amigos invisibles" que, como Cupido, llevan los ojos vendados y sólo prometen un único don a cada uno. El altruismo competitivo se dejará a un lado, y algo del espíritu gurrumino y cutre de los más célebres avaros -recuerdo ahora a Euclión, Harpagón, Shylock, Félix Grandet, Scrooge y Tío Gilito- emponzoñará seguramente nuestra "decisión de compra" de los regalos.

Conviene no olvidar, sin embargo, que nuestro humilde potlatch se verá este año afectado por otro del que la mayoría no hemos sido responsables: los créditos e hipotecas basura de instituciones financieras y la infame gestión de ejecutivos enfermos de avaricia para cuya supervivencia (¡y reproducción!) los Gobiernos democráticos y liberales del sagrado mercado libre despilfarran nuestro dinero en fondos de ayuda (con cláusula obligatoria de regulación de empleo, eso sí), prosiguiendo ese secular potlatch del capitalismo en el que los que derrochan son siempre los mismos. Y que nos recuerda cada día que ni la historia ha terminado, ni la lucha de clases es pura arqueología política.