Los lemmings son unos pequeños y simpáticos roedores que se ven periódicamente sometidos a crecimientos de población tan descontrolados que pueden llegar a multiplicar su población por 10 en un brevísimo lapso de tiempo. La imaginería popular dice que estos animalillos se suicidan en masa saltando al mar, pero la realidad es más prosaica: aunque saben nadar, no pueden recorrer grandes distancias sin fatigarse, así que cuando en su atolondrada búsqueda de nuevos territorios llegan al mar, el miedo les hacer detenerse en los bordes de los acantilados. Con el tiempo, la presión de los que vienen detrás comienza a ser insoportable, de tal manera que comienzan a empujarse los unos a los otros hasta que al final caen todos en masa al agua.
Es difícil no ver un paralelismo en el comportamiento de los 27 Estados miembros de la Unión Europea, reunidos esta semana en el Consejo Europeo para aprobar las medidas anticrisis, intentar salvar el Tratado de Lisboa y lograr un acuerdo medioambiental de calado. Una vez más, el Consejo Europeo ha disfrazado como acuerdo histórico lo que no es más que una mínima coordinación de varias huidas hacia delante.
Aunque desde que el tiempo es tiempo, el humo siempre fue un indicador de fuego, la mayoría de los Estados miembros prefirieron esperar a ver las llamas de la crisis económica antes de gritar fuego. Pero visto lo visto, el diagnóstico común se ha detenido ahí: unos han echado a correr en la dirección de las nacionalizaciones bancarias, la rebaja de impuestos y el déficit público, mientras que otros, como Alemania, se han mostrado mucho más cautelosos a la hora de tirar por la borda años de esfuerzos de ajuste. Muy significativamente, los líderes europeos ni se han molestado en cambiar las reglas sobre déficit público, lo que hubiera significado conceder a la Comisión Europea un papel de árbitro de los programas de expansión fiscal de los Estados: simplemente han puesto dichas reglas en suspenso, junto con las normas que supervisan las ayudas públicas y garantizan la competencia. Así, empresas y Estados, al borde del acantilado, podrán empujarse desordenadamente en los años venideros y, con un poco de suerte, saldremos de esta crisis con otra magnífica espiral de dinero barato y burbujas financieras.
Algo parecido puede decirse de la supuesta solución adoptada para (supuestamente) satisfacer a Irlanda: según la última encuesta del Irish Times, que da sólo cuatro puntos de ventaja al sí (pero con un 18% de indecisos), ni siquiera con concesiones de calado como el mantenimiento de un comisario por país, está asegurada la victoria en un segundo referéndum. De aquí a octubre de 2009 (fecha en la que se celebraría la segunda consulta) pueden pasar muchas cosas, incluidas unas elecciones europeas en junio del año que viene de las que no se sabe qué temer más: una abstención masiva o la proliferación de partidos y votos antisistema, ambos con efectos importantes sobre la legitimidad del proyecto europeo. También aquí, una Comisión Europea con 30 o incluso 35 miembros tiene un evidente efecto lemming: es difícil pensar cómo sobrevivirá en términos de eficacia y, por tanto, de legitimidad, ante Estados y ciudadanos. Claro que todo ello son minucias comparado con la posibilidad de que el no gane por segunda vez, lo que obligaría a Europa a enterrar el Tratado de Lisboa y abrir otro largo periodo de negociaciones de incierto resultado.
Y para terminar, las cosas no son muy distintas en lo relativo al paquete medioambiental aprobado por los Veintisiete. La magia de los veintes por ciento (en la reducción de emisiones, la eficiencia energética y las energías renovables para 2020) está tan perfectamente lograda que induce tanto a sospecha como la agenda de Lisboa que, merece la pena recordar (aunque sea para sonrojarnos de vergüenza), prometió hacer de Europa antes de 2010 "la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible con más y mejores empleos y con mayor cohesión social". Hasta ahora, las industrias eléctricas, químicas, cementeras y otras altamente contaminantes han hecho un magnífico negocio a la hora de trasladar a los consumidores el coste de permisos por los que no pagaban nada sin a cambio reducir sus emisiones. Ahora, Gobiernos y empresas podrán escudarse en la competencia internacional y la crisis económica para ralentizar su ritmo de adaptación a un régimen donde de verdad rija el principio de "quien contamina paga". Así, mientras las propuestas originales de la Comisión Europea proponían que para 2020, las empresas pagarían por el 100% de sus emisiones, el acuerdo les permitirá pagar sólo por el 70%. Los lemmings saben que la vida en el borde del precipicio no es cómoda, pero es mejor que saltar al agua. Eso sí, al menos no hablan todo el día de "acuerdos históricos".
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