La semana pasada llevé a mis hijos gemelos de 13 años a ver a los Black Keys en el Empire de Shepherd's Bush. Los Keys son dos estadounidenses, uno en la batería y otro en la guitarra, que hacen un ruido magnífico, impresionante y espectacular.
Esa tarde, mis hijos estaban cansados del día en el colegio; les preocupaba no tener tiempo de hacer sus deberes de francés y que eso les supusiera problemas al día siguiente.
"Mira que dejar de hacer los deberes por un grupo de rock", rezongué. "Tendréis que hacerlos mañana en el autobús".
Luego, sin darle mucha importancia, pregunté a uno de ellos qué se le daba mejor en el colegio. "No te preocupes, papá", me contestó, reflexivo. "Soy el más guapo".
Los chicos, que pasan de la mayoría de las cosas de adultos, se mostraron fascinados por el espectáculo. Les pareció una noche "de morirse" y se dedicaron a observar con atención al guitarrista y al batería, y a comentar entre sí lo que hacían los músicos. Podría haber sido la típica experiencia de concierto de rock: moquetas pegajosas, la cisterna del retrete goteando sobre la cabeza, la gente quitándote el asiento, el aburrimiento y los nervios de esperar a que apareciera el grupo, el dolor de cabeza posterior. Pero durante el concierto recordé una frase de Jann Wenner, el fundador de la revista Rolling Stone, que en una ocasión dijo algo así: "Me di cuenta de que la gente de más talento de mi generación estaba dedicándose a la música, así que yo hice lo mismo".
Wenner estaba reconociendo la verdad, algo que he sabido desde que era adolescente. La música ha sido la fuerza cultural más interesante, significativa, liberadora y sexualmente atractiva de mi época, y la gente más viva, dotada y seductora se ha dedicado a ella. Por desgracia para los que son tímidos y carecen de talento.
Ahora, 40 años después de Sergeant Pepper, Tony Blair no es el único que rasguea su Stratocaster en las tardes del fin de semana. Una buena parte de la población masculina mayor de 40 años está aprendiendo a tocar Samba pa ti. Acomodados y ya en retirada, estos hombres despistados pueden dedicar ahora mucho tiempo a las tiendas de música de Denmark Street y a practicar sus fraseos. Un amigo mío, escritor de éxito, ensaya con su grupo todos los lunes desde hace 10 años. Hace poco organizó una sesión con mis hijos y les enseñó a tocar canciones de los Clash mientras ellos le explicaban quiénes son The Feeling.
Este hombre tiene muchas dudas, e incluso cosas de las que arrepentirse. "¿No crees", me dice en serio, casi lamentándose, "que habría podido estar en un grupo profesional, quizá tocando el bajo? No soy Hendrix, pero toco tan bien como muchos que sí lo han logrado".
Como la mayor parte de las personas de mi generación, he pasado más tiempo escuchando música que leyendo. El pop es la forma cultural que comparto con la mayoría de mis amigos y, desde luego, según estoy descubriendo, con mis hijos.
Afortunadamente, después de escuchar hip-hop durante un par de años, mis hijos se pasaron al rock estadounidense y luego al pop y el rock británicos. Yo volví a interesarme por la música a través de ellos. Si no, a estas alturas me daría un poco de vergüenza que me gustaran The Kooks y The Streets, porque parece que ya soy demasiado viejo para eso.
Cuando el music hall murió, después de la II Guerra Mundial, y reapareció encarnado en los programas de variedades de televisión, la música pop ocupó su sitio en los escenarios de los viejos teatros. Durante mis 50 años de vida, este país ha producido sin cesar enormes cantidades de música de gran calidad, además de absorber y reinterpretar la música norteamericana y empapar a sus jóvenes de las actitudes desconfiadas que la acompañan.
El pop es el grito del intruso que se dirige sin restricciones a una gran audiencia, ha contribuido más a rehacer la identidad británica que cualquier otra forma, y todavía sigue lleno del espíritu del punk.
La música británica siempre ha sido una mezcla en todos los sentidos. Es una forma democrática y es multicultural; es negra y asiática, de clase obrera, de clase media, gay y lesbiana. Si hablo con mis hijos de todo esto, es porque también es su historia y algo que les gustaría saber y que incluso seguramente deberían saber, como educación alternativa.
El compromiso y el fervor actuales de los que poseen creencias religiosas son desconcertantes, impresionantes y temibles, y hacen que nos preguntemos en qué creemos nosotros. Nuestra falta de una fe así puede quizá avergonzarnos ligeramente. Sin embargo, si ese tipo de compromisos está más o menos fuera de nuestro alcance, hay otros que no lo están, aunque son menos tangibles y autoritarios, menos programáticos y más relacionados con los sentimientos y la capacidad de expresarnos.
Ahora bien, lo que construye una identidad -tal vez la parte más importante de ella- es tal vez algo que, como decía The Who, uno "no puede explicar", que está más allá del refinamiento del lenguaje.
El pop continúa representando las voces de los que normalmente no son escuchados y, como tal, sigue teniendo algo de subversivo y obsceno. El olor del sexo barato, las drogas y el alcohol, la desesperación y la gente que enloquece, nos recuerdan que el pop tiene que ver, en definitiva, con las cosas más profundas y más importantes: el disfrute anárquico y el placer corporal.
A diferencia de casi todas las artes, que se vuelven excesivamente sofisticadas a medida que evolucionan, el pop sigue siendo sencillo y directo. Como le ocurría al music hall, sus principales cualidades son la vulgaridad, la ingenuidad y el exhibicionismo.
Por suerte, eso es algo prácticamente imposible de articular ni de enseñar. Pensemos en nuestra reciente furia por definir lo británico, para estamparlo en las psiques de los aspirantes a nacionalizarse e impedir que se conviertan en terroristas. Podríamos hacer que los inmigrantes recién llegados se sienten en unas cabinas con auriculares y expliquen por escrito la letra de [la canción de The Beatles] I am the Walrus.
La Gran Bretaña del pop es el país que comprendo y que me gusta, en parte porque su música nunca se ha domesticado del todo. El pop, ni provinciano ni patriótico, es una forma de identificación poco corriente, que no se basa en el odio, sino en la creatividad.
Al contrario que las identificaciones basadas en la religión o en el amor al Estado o a su líder, el pop es algo en perpetua transformación, siempre anárquico, maldito, rebelde, inconformista. Es inteligente e ingenioso, una permanente descripción irónica de la vida británica contemporánea.
Hanif Kureishi (Londres, 1954) es autor, entre otros libros, de El buda de los suburbios, Mi oído en su corazón, El regalo de Gabriel, Intimidad y Soñar.
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